Un atavismo muy acendrado entre cierto número de los «queretanos viejos» es el de la xenofobia: la irracional desconfianza en el forastero, el gruñido canino ante el ajeno, la defensa a muerte —retórica muerte— de una identidad que, si existió, está a punto de fenecer, irremediablemente destinada a brindar sus ultimas chispas en el áspero mascullar de ancianos y nostálgicos.
Entre su recurrente jactancia como ciudad de vocación cosmopolita —Muy Noble y Leal, Pujante e Industrial Metrópoli— y el resabio chichimeca del celo por el territorio —mujeres de tribu ser para tribu— despunta al alba esta auténtica y vera Rosa de Dos Aromas.
No nací en esta ciudad, pero igual la amo. Está llena de una gran riqueza cultural, artística y humana. Ha sido escenario de lo más bello y de lo más amargo de mi vida. La considero mi hogar, mi incomparable hogar. Mucha gente en ella —nativa o inmigrada— conozco de gran valía. Pero, como en todas partes, hay excepciones y moscas en la sopa. Nada ni nadie es perfecto. De vez en vez se asoman, en todas partes, los vicios de la comarca y el clan. Se pescan preciosas perlas como la que sin duda representa el grosero y boto cartón que ilustra esta entrada. En fin.
A los xenófobos de toda índole y de todo tamaño se les debería recordar que nadie pertenece por completo al lugar donde vive, y que existen muchos que son extranjeros en su propia tierra. Hurgando entre la carne y la sangre, pronto caerían en cuenta que también ellos son forasteros, hijos de forasteros, padres de futuros forasteros…
José María Guadalupe Cabrera Hernández