I
Ante los umbrales
un resplandor,
un aura que conoces;
un halo que ceñía tu cabeza,
una flama que engendró tu ceniza,
un cirio en el tabernáculo impuro,
las brasas humeantes del altar vestal,
las letras calcinadas
de las cartas combustibles.
La pira de las flores ofrendadas,
de las prendas concedidas,
de las efigies de ancestros olvidados;
santos descontinuados,
ángeles defenestrados,
dioses derribados.
Turbia aurora
del eterno día postrero.
Día del Albo Espíritu
sumergido en el sombrío
manantial del furor.
II
Ahora
una salmodia
¡Cave!
Recuerda a Laocoonte
antes del crótalo y su abrazo:
¡Timeo Danaos et dona ferentes!
Recela de las ofrendas
depositadas por los píos:
su amor contiene
un implacable cataclismo,
refugia en su seno una hoja letal;
su devoción es mantícora
de rostro dulce.
Mujer blasfemia,
mujer sacrilegio
coronada de soles negros,
posando el pie sobre el creciente
mientras su cauda de tul
arrastra la tercera parte
de los astros del cielo.
III
¿La reconoces?
Siempre has vagado
por esta misma senda,
sin dirección ni meta.
Camino sin piedras millares,
seco y sucio sendero,
vía de polvo sanguíneo,
arenas de cinabrio,
arcillas bermellones;
restos de la piel palpitante
de una diosa blanca,
cetrina,
negra,
amarilla.
¿La reconoces?
¿Recuerdas esta villa abandonada?
Esos muros de barro y paja,
esos patios bañados en cieno
y hojarasca;
esas fuentes que hoy
supuran fango y escolopendras.
¿La reconoces?
Salmo final
Transitaré por cráteres,
planicies,
serranías de una geografía inerte.
Trazaré una vez más
la cartografía de tu ausencia
y mi muerte.
Ante los umbrales,
ante las puertas herrumbrosas del Tártaro
volveré a proferir la impía invocación
y los peanes negros al Hades.
Ofrezco de nuevo una hecatombe
por mis huesos malditos y exiliados.
Ofrezco de nuevo una víctima
que nunca abrasarán las llamas…
José María Guadalupe Cabrera Hernández
Marzo de 2013