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EXABRUPTO #18: TRES VIÑETAS SOBRE LA DEMOCRACIA

Posted in Exabruptos with tags , , , on 25 abril, 2014 by teseos30

Mafalda-Democracia

 

I

 

Mucho se critica a la democracia ateniense de la Época Clásica, e incluso hay quienes se niegan a reconocerla como una democracia propiamente dicha. Se le tacha de esclavista, machista, falocrática, provinciana, oligárquica, teocrática, etc. Se la ve con gesto condescendiente, desde la perspectiva privilegiada que nos brinda nuestra altura histórica, en que creemos tener –por lo menos teóricamente– una idea apropiada de lo que una democracia debe ser.

 

Con una mezcla de benevolencia y ternura, aceptamos con reservas que esos griegos entunicados establecieron los rudimentos de un sistema político que nos parece deseable y defendible a ultranza. ¿Quién no quiere ser democrático? ¿Qué pueblo no quisiera vivir en un sistema que le da poder de decisión y acción, poniéndolo en camino de la autodeterminación? Por otra parte, calificar ahora a cualquier régimen o gobernante de no democrático es casi equivalente a la excomunión a la que los papas medievales condenaban a heresiarcas o soberanos rebeldes. Decir que tal o cual país no es democrático es ubicarlo en el caos primigenio, en el Hades, en el Tártaro. Y, por supuesto, se impone ridiculizar, satanizar y anatemizar a sus sátrapas. Antes, se condenaba en nombre de la Fe; ahora, en nombre de la Libertad y la Democracia. En fin, siempre habrá dogmas que defender.

 

Sin embargo, y volviendo a los atenienses, esta perspectiva “indulgente” y condescendiente hacia su “rudimentaria” democracia tiende a ocultar una realidad que debería darnos qué pensar y que, si somos honestos y amantes de la verdad, necesariamente nos llevaría a dudar de que en verdad seamos democráticos o vivamos en una sociedad democrática. Incluso a dudar si tenemos por lo menos la capacidad de construirla, mantenerla y hacerla perdurar.

 

¿Por qué pienso así? Porque esa realidad que tiende a omitirse es que, a pesar de sus limitaciones, la democracia ateniense ponía el acento, no tanto en las libertades y prebendas de sus miembros, sino más bien –y preferentemente– en sus obligaciones. La democracia, para ellos, no era un bien disfrutable, sino una realidad a construir. No era un bien de consumo, sino el fruto de un arduo trabajo conjunto, que exigía un atento seguimiento de los asuntos públicos y una clara disposición a ceder mucho del tiempo individual en pro del bien común.

 

La democracia ateniense era plena y eminentemente participativa, y su vertiente electoral era una ínfima parte de sus rasgos constitutivos. La acción de los ciudadanos no se limitaba a elegir entre zutano o mengano, o a pronunciarse a favor o en contra de esta o aquella resolución. Tarde o temprano, el particular sería llamado para cumplir con alguna función pública, y ese particular debería estar dispuesto a ello sin reservas y sin chistar, sin importar si debía abandonar sus individuales menesteres; el mismísimo Sócrates, a pesar de su natural tendencia al cuestionamiento y al escepticismo político, fue llamado en su momento a desempeñarse como magistrado y conocer de asuntos legales y morales que sin duda lo conflictuaron[1]. La pertenencia a la polis y el respeto a la religión así se los exigía; la responsabilidad cívica era algo irrenunciable e ineludible, y estaba por encima de cualquier serenidad, confort o molicie particular.

 

El ciudadano no era simplemente un gobernado: ejercía efectivamente, en diversos niveles y medidas, el poder político. No existía escisión entre ciudadanos y gobernantes, pues en verdad formaban parte de la conducción del Estado. Y en el ejercicio y cumplimiento de las propias responsabilidades se basa, sin duda, toda libertad que merezca ese nombre.

 

Quizá por eso muchos no están dispuestos en reconocer ese peculiar régimen como democracia. Exige demasiado, constriñe demasiado, le cuesta demasiado al individuo. Es odioso entregar tanto al bien común; trabajar para gente que ni conocemos ni nos importa. Y la democracia –creen muchos– se trata de libertades y no de constricciones. Creemos que nuestro papel como ciudadanos se limita a votar entre partidos –a veces más por inercia y simpatías irracionales que por compromiso ideológico– y a acatar como lacayos las órdenes de esos funcionarios que nuestro propio voto invistió de los poderes necesarios. Que es anormal y tonto emplear el propio tiempo en conocer –ya no digamos supervisar o fiscalizar– sobre la racionalidad y atinencia del rumbo y destino de los recursos comunes.

 

Es anormal quejarse de lo que uno mismo propició o tratar de corregirlo. Es demente tratar de cambiarlo, pues así lo escogimos y ‘ora nos amolamos. Es desquiciado ocuparse de lo que no sea el propio interés. ¡Que tedio el tener que participar de la vida política!

 

Así es sin duda. Pero, si no lo hacemos, ¿tendremos razón legítima para quejarnos y exigir? ¿Se puede denostar la sopa que uno mismo sazonó? Un pueblo indolente, omiso, tendiente a la irresponsabilidad, a no respetar las mínimas normas de civilidad, a la procastinación y a la negligencia, no puede esperar un gobierno diferente. No se lo merece.

 

Entonces… ¿somos democráticos? ¿Nos gustaría serlo? ¿Tenemos la capacidad para serlo?

 

 

 

II

 

La democracia esto, la democracia aquello. Democracia, democracia, democracia…

 

Que México apoya la democracia, que hay que defender la democracia. Democracia, democracia, democracia… bla, bla, bla.

 

Enemigos de la democracia, peligro para la democracia… bla, bla, bla. Rojillos, revoltosos, chairos, bla, bla, bla.

 

Santa Democracia, Kyria eleison, Kyria eleison, Kyria eleison. Amén

 

Estamos prontos para juzgar a los tiranillos, tiranetes y tiranazos de otros lares, pero, ¿tenemos la altura moral para hacerlo? México no es democrático, nunca lo ha sido y nunca lo será. Y esto, paradójicamente, no es por culpa de ningún caudillo abusón y malvadín. No es por culpa de ese fantasma siniestro que muchos llaman “sistema”, ni tampoco lo es de los políticos, ni de los poderes fácticos. Ellos a fin de cuenta siempre han sido coherentes con sus fines y son muy eficientes en el alcance de sus metas: pillar a toda costa toda la riqueza y todos los beneficios que les sean posibles sin importar sobre qué o sobre quiénes tengan que pasar. Se les podrá criticar y odiar, pero por lo menos ellos cumplen con su objetivo a cabalidad. Son todos unos profesionales: llevan siglos ejerciendo su nefanda profesión.

 

México nunca ha sido un país democrático, no lo es y nunca lo será. Lo afirmo con convicción y sin ambages. Nunca lo será por el carácter de su gente; por el peso de su idiosincrasia y sus atavismos irrenunciables, encarnados y engarruñados hasta la médula. La condición peonil sin duda es genética en nosotros. Vemos al patrón e hincamos la rodilla. Porque la gran mayoría de los mexicanos están enamorados hasta el tuétano de sus verdugos y de sus patíbulos. De las cantilenas de su parroquia. Los aman, no pueden vivir sin ellos. Desde el ciudadano de a pie, hasta el alto funcionario, hay tabúes tribales irrenunciables, porque renunciar a ellos les parece poner en peligro la existencia misma del cosmos. Cuestionar al Tlatoani es cuestionar el axis mundi.

 

Libertad, Santa Libertad, Kyria eleison, Kyria eleison, Kyria eleison. Amén

 

La gente da por sentados sus derechos y sus libertades, como si hubiesen existido siempre, y como si emanaran mágicamente de cada persona. Como si fuese algo que no pudiese ser cuestionado o incluso eliminado por los intereses de ciertos grupos. A la gente le encanta la libertad mientras no le toquen un pelo o mientras no le cueste trabajo defenderla. La disfruta sin tomar conciencia que no siempre la tuvo, y que si se deja, en un ratito la puede perder. Cree que sus libertades y derechos son eternos, inmarcesibles e intocables.

 

Pero, ¿cuántos pasos atrás ha dado la sociedad mexicana en el camino hacia el alcance de su democracia? ¿Cuántas veces hemos remachado el ataúd de nuestras libertades? Tachan de revoltosos a quienes levantan la voz, y hasta cooperan con los esbirros con cívico y cínico placer. Incluso son capaces de defender la libertad que tienen a renunciar a su libertad. Bendita Democracia, que tiene la virtud de contener el germen de su propia destrucción. Provechito entonces. Luego no anden chillando porque los tachan de retrógradas.

 

Santa Democracia, Kyria eleison, Kyria eleison, Kyria eleison. Amén

 

 

 

III

 

Los imperios, los reinos, los kanatos, las satrapías, las dictaduras, vaya, las autarquías en general, tienden a ser más exitosas, longevas y fuertes que las llamadas “democracias”.

 

¿La razón? El autócrata velará siempre por sus intereses y los de su dinastía. Los protege y defiende hasta la muerte. No tiene mucho que cuestionarse. Su avance es fuerte y seguro, pues sólo tiene dos opciones: el triunfo o el derrocamiento.

 

En cambio, al que vive –o cree vivir– en una “democracia” tiene, por lo general, unas ansias irrefrenables de desembarazarse de sus responsabilidades, de ponerse en manos de otro y de someterse a su criterio; de depositar en él la facultad de configurar las reglas del cotidiano juego de la vida. Crea una clase política que decida y obre por él y en su nombre. Renuncia al conocimiento de lo público, porque es aburrido, complejo y conflictivo. Porque eso es el trabajo del político y no del ciudadano. Porque el ciudadano es impoluto y no se ensucia. Mientras yo me ocupe de lo mío, todo lo demás saldrá bien y que el mundo gire.

 

Las “democracias” siempre mueren jóvenes. Mueren en el momento que los pueblos delegan sus responsabilidades y se ciñen a sí mismos las riendas…

 

 

 

José María Cabrera

piedradeescandalo@gmail.com

 

[1] Sobre este punto, puede remitirse el lector a todo lo relacionado con la Batalla de Arginusas.

EXABRUPTO #10: ¿DEBATE?

Posted in Exabruptos with tags , , on 28 noviembre, 2011 by teseos30

 

En un auténtico debate (de cualquier tipo), no hay un «ganador». Si acaso hay quien «gane», son quienes debaten, y sólo cuando salieron mutuamente enriquecidos por el punto de vista del otro, si se abrieron a la posibilidad de que el otro pudiese estar en lo correcto, si estuvieron en la apertura a lo que el otro pudo decirles; en suma, como dice Gadamer, si estuvieron abiertos a la posibilidad de ver frustradas las propias expectativas y de hacer valer el horizonte del otro.

Si no se reúne nada de eso, no hay debate alguno. Quizá -y cuando bien nos va- un mero pleito de cantina.

Así que, para mí, eso que se da en llamar «debate político» entre candidatos de lo que sea, no es más que un remedo de pelea de verduleras…