Éxtasis de Magdalena Penitente. De la serie «Heretica Marginalia», publicada en el año 2001 en Filofagia, la Revista Nacional de Estudiantes de Filosofía”, editada por la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro
ARS LEVITATORIA
Para elevarme del suelo y el siglo;
para sustraerme del diario letargo
y sus lastres mortales;
para entregarme al vuelo que remonta
valles y memorias,
mares y recuerdos,
montañas y grescas,
bosques y extravíos,
desiertos y abandonos…
Para todo ello
he de empeñarme en
claves y fórmulas,
elíxires y atanores,
conjuros y filtros,
cantos y manjares.
Asimismo, en la pétrea certeza
de la pervivencia de la flama oculta,
del río subterráneo y del mar interior.
Tornar la grama
en mística mandrágora.
Para elevarme bastan:
el licor cítrico de tu sexo
y el fondo castaño de tus ojos.
El bruno soto que resguarda
tu monte y su gruta.
El baile incitante de tus caderas
y la extática vista
de tus senos desnudos.
Tu trasero,
durazno lunar
en el ávido cuenco
de mis manos.
Tus piernas,
firmes columnas
que emergen en Delos,
en Pyrgos,
y furtivas se ocultan
bajo cobijas
y entre sueños.
Para levitar me es suficiente:
Un tequila en una noche robada,
un mezcal de aliento solar.
La voz de Haris en madrugada.
Un tempranillo que ruboriza
el crepúsculo,
el deseo
y la despedida.
La flor que despunta e instiga
en el jardín ajeno
de una casa vedada.
Los rizos bruñidos y danzantes
de una ménade en trance.
La mirada tremenda
—sostenida
en incesante instante—
por misteriosa,
incógnita,
hechicera quiromante.
Para ser ceniza en la ventisca:
el eleusino rostro que,
tras oculta vidriera,
otea los misterios
mirando sin ver
lo que atesora la Nada.
Doctísima Síbila
que atisba y espiga
los mudos deseos del alma.
Los vetustos papiros,
tablas,
incunables,
que aprisionan cantos,
fosilizan crisálidas,
desecan lagos
y consumen bosques
con fuegos fatuos.
Para subir al hombro de Boreas:
la medianoche candente
de una aldea en Salento,
—tras ese mar
un África ocre
sus velos extiende—.
Un atardecer que profetiza:
en Manzanillo una galerna,
en San Blas el abrazo
pacífico,
amoroso,
doloroso,
que trenza
Muerte y Vida;
en Querétaro el susurro
alcanforado de la brisa,
y la procesión silenciosa
de los espectros.
Un dorado poniente
que a Delfos trae
una pythia sombría.
En Monastiraki,
una cerveza y un gyro.
En el Pireo,
un adiós a Teseo
y su nave.
En mis pies,
en invierno,
el gélido beso
del Corintio seno.
De frente al Egeo,
una libación de malvasía
por los señores infernales
y sus ritos lustrales.
Un incendio de ouzo
en la garganta
y el pecho.
Los violáceos pezones
de la bella Kalamata.
El aguanieve y su espejo
en las mudas calles de Micenas.
En Ríon y Antirion
la vista perdida
en el azur peplos
del ponto eterno.
En Zakynthos,
—en su arena besada
por el Mare Nostrum—
el final del sueño,
el naufragio del deseo.
Para transmutarme en azor:
el canto pesado,
obscuro y reverberante,
de liras y tímpanos,
de cuernos y salterios,
del teponaxtli y el coyoli,
de alientos melancólicos,
de negros estros
que subliman y precipitan,
que congelan y calcinan
el espíritu,
la carne,
el hueso,
el tiempo,
la luz
del cósmico abismo.
Para hender el
ardiente pneuma
de los eriales consumidos:
¡Hermano Zopilotl,
yo te invoco…!
Tu negra vestidura
otórgame en el meridiano.
Dame a beber el rojo elixir,
el diáfano aguardiente
de unos labios cactáceos.
El abrazo de una mujer biznaga,
el canto de una mujer tantarria,
la caricia de su cabellera de yuca.
La piel de una mujer serranía
y el eco de su voz clamante.
El rencor dulce y punzante
de una mujer páramo.
La picadura de la Cihuacólotl,
la dulzura de su cruel veneno,
y, en Las Adjuntas,
el frío y el incendio
de su mirada desdeñosa.
Para remontar, de mi patria,
los infinitos horizontes:
el poder de Cuauhtli
y Tontatiuh.
Un alba tibia y serena
en la Vera Cruz.
El recuerdo pluvial
del verano en Xilitla.
La peregrinación del Hikuri
en el ónfalo del mundo.
El baile de las carpas,
la tentación del pan,
el canto de fantasmas
en las calles de Yurécuaro.
La fría niebla
que viste los santuarios
de los bosques.
El rosáceo corazón
de los cerros de Oaxaca.
El espíritu oceánico
en la promesa de la niebla
en Pinal y Esperanza.
El sabor a guerrilla y rebelión
del café y el son.
De tu rostro
y aural cabellera,
Artemis-Meztli,
me evapora
la plata esplendente
—creciente,
plena,
menguante—
inmersa en el cobalto
del velo celeste;
en la malva
del diario poniente.
El rapto
del pulso
cuando te muestras
y te ocultas,
te entregas
y te niegas
tras el espeso
vellocino
de Nix.
Que no hay mayor
placer
—ni mayor tortura—
para el ciego amante
que la concomitancia
de promesa
y negación
en la fina gasa
—el rudo sayal—
que envuelve la
piel deseada.
José María Guadalupe Cabrera Hernández